El endocrino nazi

 Yo he sido gorda siempre. Desde que recuerdo. Antes sé que también estaba fondona por las fotos de la infancia. También tengo el vívido recordatorio de los compañeros del colegio que debían considerar que este hecho no era muy obvio y se encargaban de recordármelo con motes la mar de originales como "mamuth" o "vaca". Les agradezco mucho su falta de imaginación, así era mucho más fácil ignorarlos. La cuestión de hoy no es el bulling, ya si eso el próximo día. Lo que hoy quería comentaros es que antes de que existieran los nutricionistas los gordos íbamos al "endocrino".

Normalmente esas consultas estaban llenos de personas con sobrepeso, es cierto que hay muchas otras dolencias que te podían animar a visitar a estos especialistas como problemas de tiroides (que también es una de las cosas que primero te miran al empezar el tratamiento) pero la cosa es que una vez descartado cualquier problema físico lo que hace un endocrino es ponerte a dieta. 


He visitado muchos endocrinos en mi vida. Primero acompañada por mi madre en la adolescencia consiguiendo diezmar en cada visita un poquito mi autoestima y después, en mi edad adulta cada vez que me he propuesto "hacer una vida sana y mejorar mi salud", cosa que sucede de forma periódica cada dos años aproximadamente. Después de no volver a la consulta y de no haber perdido peso cada vez que retomo la decisión de volver, me tengo que buscar un médico nuevo, lo cual es un rollo porque me estoy quedando sin cuadro médico de la sociedad. 

En esto de los endocrinos es un poco como en el esoterismo, te encuentras con gente muy peculiar. Hubo alguno que me mandó pastillas para quitar el hambre. Spoiler, no funcionó. Otros simplemente, sin mediar análisis simplemente convirtieron la dieta en ausencia de alegría: sin hidratos, sin grasa, sin azúcar... Un sin vivir. Luego estaban los "raritos", aquellos que hacían cosas que no entendí, medían todo, usaban aparatos extraños y te explicaban la proporción de hueso que tenías en el organismo. Acabé de índice de grasa corporal, de pesas tradicionales con pesitos pequeños como los de las películas y de gente pidiendo que me quite los zapatos par saber cuantos gramos había perdido, hasta las narices. 

En todo este periplo conseguía adelgazar hasta cinco kilos y luego, felizmente volvía a recuperar con un poco de propina. En algunas pasaba mucha hambre, en otras sólo querían alimentarme de verde. La cosa es que todas ellas eran una pesadilla normalizada, unas dietas preimpresas que te endiñan como las instrucciones que dan a los recién nacidos para que les den de comer hasta que cumplen los dos años. 

Pero en toda esta locura hubo uno que me gustó especialmente, y digo uno porque hasta hace relativamente poco, el número de endocrinas con "a" en femenino era muy escaso y eso hacía más violenta todavía la visita. 

Recuerdo perfectamente que la consulta estaba en la zona de Manuel Becerra, casi en Diego de León, en uno de esos pisos antiguos de Madrid que tenían dos puertas, una para el servicio y otra para la vivienda. La consulta tenia su propio acceso a una sala de espera amplia llena de cuadros que podían salir del museo del Prado o del Rastro, no sabría decirlo bien. Muchas estanterías con libros que olían a viejo y una mesa de centro con revistas muy caducadas, nada que ver con la actualidad de las peluquerías. La recepcionista nos sentó a mi madre y a mi a la espera de que nos llamara el doctor. 

El señor era muy, pero que muy viejo, teniendo en cuenta que esto pasó cuando tenía unos 16 años es casi seguro que ya no esté entre nosotros. Y tenía algo muy curioso y que compartían muchos de mis anteriores endocrinos y es que delgado, delgado, pues no era. Este en concreto era un anciano pegado a una barriga y tenía un bigote muy pintoresco. 

Nos sentamos y comenzaron las preguntas de rigor: edad, peso, antecedentes familiares... Quiero hacer constar que en aquella época estaba, mínimo, 15 kilos por encima de mi peso ideal. Me pesó y nos sentamos a esperar el veredicto, aquí es donde la cosa empezó a ponerse interesante. 

- Sí, te sobra peso. Pero ¿Sabes lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial?

Yo no me esperaba una clase de historia y tampoco sabía qué parte del temario quería que recitara. Ya sabes, nazis, guerra, muertos, Hitler... Ante mi cara de alucine siguió.

- ¿Sabes quién sobrevivió en los campos de concentración? 

Ahí reconozco que me pilló en alfa. ¿Los más listos? ¿Los más pelotas? como no había respuesta por mi parte continuó.

- Los que estaban más gordos. 

Aquí ya sí que perdí el rumbo totalmente. Mi madre me miró, yo la miré... Nadie abrió la boca así que el endocrino siguió explicando su teoría. 

- Pues los que se salvaron eran los que más grasa tenían porque como pasaron mucha hambre en los campos de concentración sólo los que tenían reservas consiguieron aguantar. Así que estar gordo no está tan mal. 

La cosa es que salimos de allí con un par de indicaciones sobre cómo alimentarme más sano pero sin una dieta. A la salida nos miramos y nos partimos de risa. Eso sí, mi madre consideró que deberíamos visitar un endocrino con menos amor a las prácticas del tercer Reich, mientras yo considero que es el endocrino más competente que he visitado nunca. 


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